Hola, ésta es una sección especialmente apta para poetas, literatos, y gente que observa la vida pasar sin más, no hace falta reivindicaciones pedantes.
Se tratan de historias que nos ocurren todos los días en el transporte público: metro, autobús, trenes de cercanías. Hay millones de pequeños milagros que explosionan a nuestro alrededor, y nunca hay allí un san Lucas o un Juan atestiguándolos. La vida se dibuja en todas partes todos los días: Rembrandt, en realidad, ha escondido su rostro detrás del quiosquero de la esquina.
Así pues, comenzamos, meteré de vez en cuando un apartadito: pero el objetivo es ampliar la colección, que la gente me mande sus cosas, que me permita escribirlas. Todos vemos todos los días tantas cosas... algunas son reales. Otras, por no serlo, no son menos ciertas
Aquí va la primera (que no la mejor, ni mucho menos):
Historias del metro
Eos y Emilio Tejera
Recomendación de los autores: leer un pedacito cada día por la mañana, antes de subirse al metro o al autobús.
1
Estación de Messe-Sud. Berlín. Poco antes de medianoche.
Mi novia y yo estamos perdidos, en una estación en la que no debíamos estar. La noche está oscura, los trenes pasan muy poco a menudo, estamos casi completamente solos, y de fondo se escucha a algún grupo de rock compuesto por tres amigos en su garage, ensayando sus canciones. En las paredes del metro, cientos de pintadas, y de fondo un tren que chirría como si estuviera deseando atropellarnos. Entonces, en la estación, contemplamos a un chico de unos veintimuchos años, de origen oriental, chino o japonés, no sé diferenciarlo, dando vueltas por el andén. Esperando. Finalmente, llega el metro.
Cuando el metro llega, el chico aguarda, expectante. Y cuando, de repente, ve lo que quiere ver, se lanza corriendo, con cara de emocionado. Miramos al otro lado, y vemos cómo está abrazando a una chica oriental, más o menos de su edad, con mirada inocente, vestida con una rebequita gris. El abrazo, sin embargo, es quedo, callado, distante. No es un abrazo de dos enamorados, tampoco de dos desconocidos, parece que no saben donde poner las manos, se tocan los hombros, pero no quieren envolverlos, sobre todo la chica, el chico sí que trata de expresar algo más. La expresión del chico no podemos contemplarla, para nosotros queda de espaldas; en cambio, la de la chica es triste, pesarosa, preocupada, le toca el chico al cuello como un acto frío, rígido, mecánico, sin pasión. Luego, los dos se marchan del andén, dejándonos solos.
-¿Qué ha podido ser?-pregunto yo.
Y mi novia me responde:
-Los dos se querían mucho. Y él le puso los cuernos hace tiempo, y entonces ella le dejó, pero no han podido olvidarse. Y él, desesperado, después de mucho tiempo pidiéndole perdón, le ha mandado un mensaje, Si quieres arreglarlo, la oportunidad es ahora o nunca, quedamos en la estación. Y por eso, cuando la ha visto en las puertas del tren, se ha emocionado, y ha corrido a abrazarla.
Pero el abrazo, claro está, pienso yo, no ha podido ser el mismo.
-¿Qué te parece?-me pregunta ella.
Le respondo.
-Muy convencional. No, no sé, le falta algo...
Entonces mi novia me replica:
-Tal vez es que ella era monja. O pertenecía a cualquier tipo de orden religiosa. Y habían hablado, y se habían peleado por ese asunto. Y ahora, el verla en la estación, significa que lo ha dejado por él. ¿Te imaginas el pensamiento de ella? Le abraza con temor, con timidez porque está pensando que, a cambio de ese abrazo, ha dejado de lado el abrazo de Dios. Que ese abrazo tiene que significar tanto como para apartarle de su vocación. O tal vez considere al chico un poco culpable, y por eso no quiere acariciarle del todo. Tal vez lo haga también el chico, y por eso el abrazo no ha sido más cálido.
Yo me encojo de hombros. Quizá sea eso, no lo sé.
Me pregunto qué habrá sido de ellos dos...
3
Mi novia me dice siempre que no me doy cuenta de en que mundo vivo: yo le respondo siempre que eso es porque ella es muy, muy observadora, o muy cotilla, eso ya cada cual como quiera entenderlo. El contraste definitivo entre ella y yo se puso de manifiesto cuando me contó esta historia:
Cuando voy en el tren de cercanías, camino de la universidad, me suelo fijar mucho en la gente que va conmigo. Al fin y al cabo, estamos saliendo, más o menos a la misma hora todos los días las mismas personas. De tanto verlas, acabo por recordarlas. Acabo por saber que están allí. Son, más o menos, mis desconocidos.
Por eso me pregunto qué ocurre con mis desconocidos cuando no me los encuentro. Si es que hoy estarán enfermos, si habrán tenido que salir más tarde, si han encontrado otro trabajo... Me pregunto muy a menudo qué pasó para aquella gente que, el 15-M del 2004, tuvieron que volver a coger otra vez la misma vía, tras aquel jueves fatídico. Me pregunto si se fijarían en los asientos vacíos, y se preguntarían si esa gente cuya cara les solía sonar ya no volverán a estar en esos asientos, o si les volverán a ver en un próximo viaje...
Por eso, cada vez más conforme más lo pienso, me fijo en mis desconocidos. Quiero localizarles, recordarles sus caras, memorizarles con todas sus letras, sus paraguas y sus abrigos, saber dónde están sentados, para que si un día les pasa algo, al menos alguien, en ese mismo tren, en ese mismo metro, sepa que ya no están allí...
Espero que si un día falto, alguien se acuerde de mí...
2 (No hay 2 sin 3)
Todos los días, al salir del trabajo, cojo el metro. Es un trayecto largo, con bastante escalas, alguna más prolongada que otra. A veces me llevo un libro, otras no tengo ninguno, me aburro sin más. Un día, me di cuenta de que había un hombre al que me encontraba bastante a menudo a la misma hora en mi mismo tren, en la línea Circular. Pensé, Otro que sale más o menos a la misma hora de trabajar, y que comparte conmigo parte del trayecto. Entonces decidí hacerme amigo de él: así al menos, tendría alguna compañía durante ese tramo.
Era un hombre medio calvo, de pelo blanco, y de ojos vivaces. Vestía casi siempre una corbata negra, un traje azul claro, y un maletín que agarraba continuamente del asa. Nos pusimos a hablar. Tenía un acento porteño muy simpático. Me contó toda clase de cosas sobre su vida, sobre su trabajo, sobre su familia, una familia a la que adoraba muchísimo y a la que procuraba satisfacer todos sus caprichos, siempre que podía, se los llevaba de excursión. Su sueño era, un día, ahorrar lo suficiente para cogerse unas vacaciones, y que sus hijos pudieran contemplar por primera vez (y él y su mujer de nuevo) el Río de la Plata atravesando Buenos Aires.
Llegó un día en que, justo después de terminar de trabajar, me dediqué a salir de copas con los amigos. Estuvimos de parranda hasta bien prolongada la madrugada. Cuando acabó la noche, algo así como a las tres, cogí el metro. Y entonces, me lo encontré. Me encontré a mi amigo.
También se encontraba hablando, con otro hombre esta vez. Le contaba cómo acababa de salir de trabajar, sobre su trabajo, su familia, amigos. Y entonces, cuando le miré a los ojos, y él me miró, me di cuenta de que no había ninguna mujer, ni ningún hijo. Quizás tuviera un trabajo, probablemente sí, pero en todo caso, cuando salía de él, se dedicaba a dar vueltas por el metro, a contarle a todo el mundo sobre esa familia que tanto ansiaba y tanto deseaba encontrar, y cuando llegaba al final del viaje, se cogía a otro metro, a ver si ese camino le llevaba esta vez a casa, pero nada, otra vez, y así continuamente, esperando que un día, de tanto repetir tantas distintas variantes de la historia, a tantas personas desconocidas, un día, de veras, se hiciera realidad...
La contemplación de ese hombre, y de su cara de angustia al ser descubierto, me dejaron un vacío en el alma. Durante las siguientes semanas, no volví a ver al hombre hacer su trayecto habitual, en la línea Circular.
Finalmente, le encontré. Le invité a mi casa a cenar, y al día siguiente a comer. Hoy en día es, para todos, el tío Rubén. Por fin tiene una familia que encontrar al final de la vía.