Monday, June 26, 2006

Historias curiosas

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Cuando el médico le contó al viejecito que iba a morir, se lo dijo con palabras muy claras:
-Ahora mismo, está viviendo con tiempo de vida prestada.
Entonces el viejo, muy decidido, decidió aprovechar el poco tiempo que le había dado Dios, y durante el camino a su casa, planeó todo lo que iba a hacer hasta su última hora de vida, y llenó ese hueco de proyectos grandiosos, ambiciones y sueños.

Pero cuando llegó a su casa, se dio cuenta de que no tenía a nadie con quien realizarlas.

Como todos los días, coge su plato y su cuchara, y se toma su plato de soledades.

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-Mamá, mamá, el abuelito es un rollo.
Dijo el niño, sentado encima de la alfombra, jugando a la videoconsola, con el abuelo delante, sentado en el sofá, observando el televisor.
-Anda, Jaime, no digas esas cosas sobre tu abuelo.
-Mamá, mamá, es que el abuelito no hace nada, tan sólo está allí sentado, no hace nada divertido, mamá, mamá, es que el abuelito ni siquiera sabe jugar a la Play.
Y entonces el anciano contempló en el televisor la imagen -emitida a través del videojuego-, de sí mismo pisando la luna, y los dos hombres (que eran en realidad el mismo), se contemplaron, el uno por detrás de la escafandra, el otro, mucho más viejo, con arrugas surcando su rostro. Y el Neil Armstrong de ahora susurró:
-Yo he ido a la luna.
Y el niño giró la cabeza, contempló al abuelo escéptico, y gritó entonces a su madre.
-Y encima chochea.

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Era un hombre de estrictas rutinas: nada más empezar el día, su café, su tostada, y su periódico.

Pero un día, cuando se encontraba con todo dispuesto, abrió el periódico, y se encontró que todas las páginas, salvo la portada, estaban en blanco.

Había habido un error de imprenta. Pero como buen administrativo, lo debía rellenar todo, absolutamente todo. Así que empezó a completar las páginas con las noticias que a él le hubieran gustado que ocurrieran.

Aquel día, llovieron ranas en Cuenca; una pareja de novios se reconcilió; bajó el precio de la gasolina.

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El mendigo se encontraba con la mano alargada, pidiendo limosna. Entonces, se acercó un señor con un abrigo, y le entregó un papel.

El mendigo creyó que era un billete de cinco euros, y se lo guardó en el bolsillo. Pero luego lo leyó: era una nota, y al lado, un cheque de viajes.

La nota decía:
“Hola. Yo no sé quién eres tú. Pero aquí te dejo este cheque de viajes: tiene dinero de sobra para que puedas viajar por todo el mundo, con todas las comodidades, alojamiento, alimentación. Sólo te pido una cosa: y es que allá donde vayas, me mandes una carta, contándome dónde estás, qué estás haciendo, qué lugares estás visitando, a qué gente estás conociendo; qué cosas estás aprendiendo, viajando a lugares donde no puedo moverme yo. A cambio de eso, te seguiré mandando cheques, para que sigas explorando el mundo. Lleva a cabo por mí, por favor, lo que yo no soy capaz de hacer”.

El hombre contempló el cheque de viajes.

Aquel día, partió hacia Katmandú.

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Fue un experimento curioso.

En una escuela de verano para niños, la monitora quiso enseñarles a los chavales cómo son las relaciones entre los países del mundo. Así que repartió la Tierra entre ellos.

Cada niño representaba a un país concretos A cada uno le eran asignados unos materiales, según el país que le había sido asignado. Los países ricos tenían compases, reglas, escuadras, cartabones... pero pocas materias primas, a la niña de Estados Unidos, por ejemplo, le correspondieron escasamente dos folios. Y los países pobres no tenían ninguno de esos instrumentos, pero sí muchas materias primas, por ejemplo, diez folios cada uno. El objetivo del juego era hacer, con los materiales de los que disponían, o con los que pudieran conseguir por intercambio, figuras de papel con distintas estructuras geométricas. Y comenzó el juego.

Los resultados fueron sorprendentes.

La niña de Estados Unidos, que era la típica niña egoísta que lo quería todo para ella, trató de venderle a los países pobres un compás roto. Entonces, los países pobres decidieron hacerle un boicot, y se asociaron entre sí, consiguiendo realizar entre todos muchísimas figuritas, mientras que la niña de Estados Unidos se quedó sola, encerrada en su esquina, sin poder construir ninguna figura en absoluto.

A veces uno se pregunta qué pasaría si le diéramos a los niños el control del mundo...

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El contorsionista

Ésta es la historia del contorsionista triste.

El contorsionista se colocó cuidadosamente su maquillaje: la pintura blanca sobre su rostro, los polvos de color rojos, sobre cada una de sus mejillas. Lo hizo una vez más, como tantas otras veces desde hacía tantos años, y luego, salió a la pista, a completar su famoso número, el de introducirse en el interior de la botella.

El circo estaba abarrotado. El público le aguardaba con expectación.

Entonces, el contorsionista, como en todas las actuaciones, alargó los pies para introducirlos en el interior de la botella. Y en el momento en que lo estaba intentando, de repente, las rodillas chascaron.

Había aumentado progresivamente el tamaño de la botella a lo largo de estos treinta años, de tal manera que la actual era bastante mayor que aquella que utilizaba cuando era joven. Y ahora, ni siquiera era capaz de pasar a través de ésta.

El contorsionista siguió intentándolo, agitando las piernas, escurriéndose por entre el vidrio, pero todos comprobaban, impotentes, incluso él, que no lo conseguía. Al principio, la reacción del público fue de un sepulcral silencio: pero pasados unos segundos, comenzó a reírse, a carcajada partida.

Y el contorsionista se retiró, triste y con la cabeza gacha.

Él era un contorsionista, no era un payaso.

Historias del Metro (IV)

Mi novia se lo encontró por Plaza Castilla, un día que se encontraba andando por allí con su familia, la cual había venido a pasar el fin de semana con ella. Simplemente, escuchó, a su lado, cómo alguien le hablaba, desde el típico banco en el que usualmente se encuentran sentados los mendigos. Por la fuerza de la costumbre, pensando que le estaban pidiendo dinero, pasó del tema, y de repente se le ocurrió que a lo mejor le estaban pidiendo ayuda, y que había sido una maleducada al no atender tan siquiera a lo que querían decir sus ruegos. Entonces, volvió la cabeza ante la persona del banco y le preguntó: “Disculpe, ¿podría repetirme lo que me ha dicho’”. En ese instante se dio cuenta de que quien le había hablado se trataba de un muchacho joven, prácticamente de su misma edad, veintipocos, muy pálido, muy delgado, y que le estaba hablando en el inglés más macarrónico que había escuchado en toda su vida. Y lo que le estaba preguntando, precisamente, era cómo llegar a la embajada de Polonia. La familia se detuvo entonces, y pensó en el problema, y uno de ellos mencionó de pronto, Yo no sé dónde está, pero sí sé dónde encontrar a quien lo sabe. Entonces, se dirigieron hacia la parada de taxis, hicieron como que iban a tomar uno, y le preguntaron al taxista dónde se hallaaba la embajada de Polonia. Éste sacó el mapa del coche, se lo enseñó, ellos le dieron las gracias, y entonces se alejaron. El chaval se lo agradeció mucho, pero aún así, el problema seguía pareciendo irresoluble, el chico no tenía dinero ni para un billete sencillo de metro. Fue entonces cuando mi novia le ofreció pagarle el billete, él estaba avergonzado por pedirles tantas cosas, pero a ellos no les importó, de hecho, mientras se montaban en el metro, y mientras éste se ponía en marcha, le preguntaron qué era lo que hacía aquí, y cómo es que no tenía ningún dinero. El muchacho les contó que venía haciendo una especie de interráil desde Polonia con unos amigos: el grupo se separó, y eso suele ser siempre muy peligroso. De hecho, el chico se marchó con quien no debía, y acabó finalmente solo en mitad de las Ramblas de Barcelona. Luego, le robaron la cartera, con todo el dinero que tenía dentro. La única manera que tenía de obtener montante líquido de nuevo era que sus padres le enviaaran un giro a la embajada polaca, pero para ello, tenía que viajar a Madrid. Desde la ciudad condal, trató de que alguien le ayudara, pero nadie le hacía caso, todos le apartaban la mirada, como a los mendigos habituales, sólo cerca de Zaragoza algún buen samaritano se apiadó de él y le llevó hasta la ciudad. Le llevaron simplemente porque les pillaba de paso, él ni siquiera sabía muy bien hacia dónde se dirigían, no entendía las preguntas que le enunciaban los militares que, seguramente –o al menos, eso fue lo que dedujeron de sus palabras-, fueron los que le llevaron hasta allí. Después, de Zaragoza a Madrid, no había encontrado a nadie... No quisieron preguntar, probablemente había venido andando la mayor parte del camino, pegado al vertiginoso arcén de alguna autopista. En aquel momento, la madre de mi novia, imaginándose que podría haber sido su hija la que se encontrase en esa misma situación, le ofreció de todo, dinero, su ayuda, el resto del vagón, que hubiera permanecido incólume en cualquier otra circunstancia, al contemplar que una persona le estaba echando una mano a ese muchacho desarrapado, se contagió y le ofrecieron también su bolsa y su colaboración para lo que hiciera falta. El pobre polaco, entonces, se emocionó, se notaba que llevaba mucho tiempo sin que nadie le tendiera una mano; no pudo más, se echó a llorar como una magdalena, y les ofreció a cambio lo único que podía entregarles, un cinturón que le habían regalado los militares de Zaragoza cuando comprobaron que, a fuerza de no comer, el muchacho se estaba quedando cada vez más y más delgado... El polaco se detuvo en su parada correspondiente, ellos (nosotros) le despedimos, y no le he hemos vuelto a ver... Pero yo quiero volver a cruzarme con mi polaco. Quiero saber que, después de nuestro encuentro, todo le ha ido bien, y que, quizás como ansiaré yo algún día, exiliada por algún oscuro rincón del mundo, ha podido, sano y salvo, encontrar el camino a casa...