Historias del Metro (IV)
Mi novia se lo encontró por Plaza Castilla, un día que se encontraba andando por allí con su familia, la cual había venido a pasar el fin de semana con ella. Simplemente, escuchó, a su lado, cómo alguien le hablaba, desde el típico banco en el que usualmente se encuentran sentados los mendigos. Por la fuerza de la costumbre, pensando que le estaban pidiendo dinero, pasó del tema, y de repente se le ocurrió que a lo mejor le estaban pidiendo ayuda, y que había sido una maleducada al no atender tan siquiera a lo que querían decir sus ruegos. Entonces, volvió la cabeza ante la persona del banco y le preguntó: “Disculpe, ¿podría repetirme lo que me ha dicho’”. En ese instante se dio cuenta de que quien le había hablado se trataba de un muchacho joven, prácticamente de su misma edad, veintipocos, muy pálido, muy delgado, y que le estaba hablando en el inglés más macarrónico que había escuchado en toda su vida. Y lo que le estaba preguntando, precisamente, era cómo llegar a la embajada de Polonia. La familia se detuvo entonces, y pensó en el problema, y uno de ellos mencionó de pronto, Yo no sé dónde está, pero sí sé dónde encontrar a quien lo sabe. Entonces, se dirigieron hacia la parada de taxis, hicieron como que iban a tomar uno, y le preguntaron al taxista dónde se hallaaba la embajada de Polonia. Éste sacó el mapa del coche, se lo enseñó, ellos le dieron las gracias, y entonces se alejaron. El chaval se lo agradeció mucho, pero aún así, el problema seguía pareciendo irresoluble, el chico no tenía dinero ni para un billete sencillo de metro. Fue entonces cuando mi novia le ofreció pagarle el billete, él estaba avergonzado por pedirles tantas cosas, pero a ellos no les importó, de hecho, mientras se montaban en el metro, y mientras éste se ponía en marcha, le preguntaron qué era lo que hacía aquí, y cómo es que no tenía ningún dinero. El muchacho les contó que venía haciendo una especie de interráil desde Polonia con unos amigos: el grupo se separó, y eso suele ser siempre muy peligroso. De hecho, el chico se marchó con quien no debía, y acabó finalmente solo en mitad de las Ramblas de Barcelona. Luego, le robaron la cartera, con todo el dinero que tenía dentro. La única manera que tenía de obtener montante líquido de nuevo era que sus padres le enviaaran un giro a la embajada polaca, pero para ello, tenía que viajar a Madrid. Desde la ciudad condal, trató de que alguien le ayudara, pero nadie le hacía caso, todos le apartaban la mirada, como a los mendigos habituales, sólo cerca de Zaragoza algún buen samaritano se apiadó de él y le llevó hasta la ciudad. Le llevaron simplemente porque les pillaba de paso, él ni siquiera sabía muy bien hacia dónde se dirigían, no entendía las preguntas que le enunciaban los militares que, seguramente –o al menos, eso fue lo que dedujeron de sus palabras-, fueron los que le llevaron hasta allí. Después, de Zaragoza a Madrid, no había encontrado a nadie... No quisieron preguntar, probablemente había venido andando la mayor parte del camino, pegado al vertiginoso arcén de alguna autopista. En aquel momento, la madre de mi novia, imaginándose que podría haber sido su hija la que se encontrase en esa misma situación, le ofreció de todo, dinero, su ayuda, el resto del vagón, que hubiera permanecido incólume en cualquier otra circunstancia, al contemplar que una persona le estaba echando una mano a ese muchacho desarrapado, se contagió y le ofrecieron también su bolsa y su colaboración para lo que hiciera falta. El pobre polaco, entonces, se emocionó, se notaba que llevaba mucho tiempo sin que nadie le tendiera una mano; no pudo más, se echó a llorar como una magdalena, y les ofreció a cambio lo único que podía entregarles, un cinturón que le habían regalado los militares de Zaragoza cuando comprobaron que, a fuerza de no comer, el muchacho se estaba quedando cada vez más y más delgado... El polaco se detuvo en su parada correspondiente, ellos (nosotros) le despedimos, y no le he hemos vuelto a ver... Pero yo quiero volver a cruzarme con mi polaco. Quiero saber que, después de nuestro encuentro, todo le ha ido bien, y que, quizás como ansiaré yo algún día, exiliada por algún oscuro rincón del mundo, ha podido, sano y salvo, encontrar el camino a casa...
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