Mi Zapatero Franquista
Mi Zapatero franquista
Cuando yo vivía en Almería, había, no muy lejos de mi casa, una zapatería de ésas antiguas, artesanales. La zapatería se llamaba “El Rápido”, y supongo que debía serlo, porque mi madre hablaba maravillas de la capacidad de ejecución de este señor, que era capaz de arreglar el mayor de los rotos, y poner remiendo al más terrible de los descosidos. Así que, de vez en cuando, me tocaba ir al establecimiento a llevarle alguna de sus botas o unos zapatos, a los que se les había aflojado una hebilla, o se les había salido un tacón. Y esos momentos, yo los adoraba. Los esperaba, a lo largo del año, para así volver otra vez.
¿Por qué? Uno de los motivos, quizás, era el olor. Nada más entrar, incluso aunque fuera con los ojos cerrados -más todavía si era con los ojos cerrados-, podía sentir, palpar, aspirar el aroma del betún, fuerte y agreste, invasivo y al mismo tiempo agradable, como el baile de una mujer que no quieres volver a ver más, pero con quien estás deseando danzar un último tango. Un olor añejo, artesanal y de oficio antiguo, de viejas costumbres nunca perdidas, de trabajo bien hecho y zapatero remendón, de olvidados momentos que siempre recuerdas.
Y de viejos tiempos trataba precisamente esa zapatería. Porque el zapatero (un hombre enorme –o al menos así me lo parecía al pequeñajo de mí-, calvo y con un fino bigote), también para las cuestiones de Estado, pertenecía a la vieja guardia. Entrar en su establecimiento, era acceder a un lugar donde se hubiera detenido el tiempo. Certificados, medallas, fotos y portadas de periódico, letras grabadas en fuego con las letras de José Antonio, Francisco Franco Bahamontes, la insigne España, Carrero Blanco, el general Mola, nombres que probablemente los chavales de esta época confundan con algún ídolo de Operación Triunfo, alguno más avispado dirá incluso que fueron los que instauraron la democracia, en fin, sustantivos oxidados, obsoletos, y sin embargo, que en esas cuatro paredes cobraban vida de nuevo, como si nunca hubieran dejado de estar presentes en la vida de todos nosotros. No me acuerdo de qué color eran las paredes, bien podía ser verdes, verde oscuro, o tal vez sepia, como el recuerdo de una España en sepia que rememoraban. Bien podrían haber sido grises, como grises la conservan en el tiempo los que tuvieron que exiliarse o los presos políticos, pero para mi zapatero no -claro está-, para él era sepia, sepia por un lugar que un día se fue y ya no volvió.
Era un santuario: un templo dedicado, un lugar desde donde accionar una máquina del tiempo que tan sólo nos permitiera asomar la cabeza al agujero. Y poco importaba que a mí las ideas políticas de este zapatero me fueran completamente ajenas, o que yo considerara que las cuarenta toneladas de losa que había por encima de aquel señor bajito y de voz aguda no eran seguramente suficientes, eso no venía al caso, daba lo mismo, sino que de lo que se trataba allí, más que de ninguna otra cosa, es de la preservación del tiempo... De cómo un hombre coge una época, la que le tocó vivir, la que él imaginó, la que quiso pensar, y la conservó allí, en formol, durante decenas de años, para que nadie la tocara, para que no la dañara ni la luz ni el agua, igual que hacen algunos ancianos con la República, o los cuarentones con los ochenta, o algunas personas con épocas que ni siquiera le tocaron de casualidad, como los que coleccionan casas de muñecas del siglo XIX, o los que se conocen el Imperio Romano mejor que la decimotercera legión, y preservan con cuidado mimoso cada uno de los detalles de su la pequeña recreación de ese tiempo perdido que como el de Proust, nunca llegó del todo a ser verdad... Éste era el lugar donde habitaba mi zapatero; fuera de él, tan sólo se encontraba el resto del mundo.
Por supuesto, una vez dentro de la zapatería, la consigna era clara, no abrir la boca para decir lo que por la cabeza se nos pasara. Esto se veía reforzado cuando te encontrabas con escenas como nuestro zapatero hablando con un allegado y espetándole, “¡Porque vosotros no, vosotros habéis estado chupando de la teta de Franco toda la vida, pero yo en cambio...!”, y aquí mi hermana y madre descojonadas, sin acabar de creerse de todo lo que estaban contemplando. O más alucinante todavía, cuando el zapatero, al leer el nombre al cual había puesto mi hermana los zapatos (el de Tejera, nuestro apellido), le habló en confidencia: “Yo sé que vosotros en realidad os habéis cambiado el nombre por la hipocresía de la sociedad actual...”. Y mi hermana, que en aquella época recibía todos los meses un sobre del colegio en el cual, por un error tipográfico, se encontraba el apellido de un teniente coronel golpista, simplemente asintió, “Sí, sí, claro”, pues claro que sí, cualquiera le llevaba la contraria a ése... Durante años, estuve viendo crecer conmigo la leyenda del zapatero franquista, se le quedó el pelo blanco, pero por lo demás cambió ni un ápice, como tampoco cambió una miga todo el barroco escenario que constituía la zapatería museística, ni siquera el Museo del Comunismo en Praga me ha causado tanta impresión, y por supuesto, no era medianamente comparable con el pequeño altar que tiene el dueño de una fotocopiadora al lado de mi casa, el cual alterna, en un mismo rincón, una foto y un busto de Franco, banderas de España, e inexplicablemente (todavía no encuentro del todo la relación), imanes de ésos que se pegan al frigorífico con la imagen de la Bayerina. ¿Por qué?¿Cuál es la conexión entre estos dos iconos pop?¡Ahhh...! Misterio. No sé, yo creo que en el fondo, mi zapatero franquista, sí que hubiera sabido encontrarla.
En los últimos años, le he estado recordando continuamente a mi novia, hasta punto del hartazgo, la historia de mi zapatero. Cuando veía las imágenes de un Franco joven y aún delgado susurrándole a su hijita, “Carmencita, ¿quieres decirle algo a los españoles?””¿Algo?¿Cómo qué?”, “Lo que quieras, hija, lo primero que se te ocurra”, y la niña de ocho años empezaba a lanzar una parrafada nacional-catolicista mientras el padre movía los labios media fracción de segundo antes de que su hija lo enunciara espontáneamente (je, je) en voz alta, me decía a mí mismo, le tengo que enseñar ese sitio a Aurora.
Por desgracia, cuando volví a la galería donde se encontraba la zapatería, ya no estaba. El zapatero había muerto, y en lugar de su tienda (¿adónde iría a parar todo aquello?), ¿sabéis qué habían puesto?
Una clínica ginecológica. Qué paradoja. Seguro que incluso hacen abortos en ese lugar, quizás justo debajo de donde se irguió una efigie del Generalísimo.
Qué cosas.
Si Franco levantara la cabeza...
2 Comments:
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